«El ogro de las palabras» y «Pepe Pérez»
El ogro de las palabras vivía refugiado en los cuentos infantiles. Había probado los libros de recetas de cocina, los de autoayuda, las novelas románticas, hasta las Play Boy pero se había quedado con los libros de cuentos infantiles. Eran más divertidos y simples.
Pero este ogro no era gordo como Shrek, por ej. Nuuuuuuuuuuuuu. Tenía una figura parecida a Don Quijote. Es más, creo que se parecía más a Don Quijote por dentro que por fuera porque aunque sabía que los gigantes eran sólo molinos de viento, sentía que la realidad necesitaba de una mirada azul-locura-ternura.
Este ogro que usaba barba negra y era medio pelado estaba un día cualquiera balanceándose en la u y tirando el punto a ver si le embocaba a la i, o sea estaba aburrido y muy hambriento. Esta fatal combinación de sentimientos lo ponían de mal humor, ese humor ácido-jugo de limón que destilaba cuando tenía su corazón en tiritas. Tirita de frío, tirita de papel.
-¡Qué cara de ogro! Le dijo ella que se presentó como el hada de las palabras.
-Las hadas no existen, le dijo el ogro.
-Los ogros tampoco, bah, los que comen carne humana sí existen y ud como palabras.
Tenía razón pero no estaba dispuesto a decírselo y siguió en su postura de u-hamaca playera-sin sol.
El hada sacó de su bolsa roja un sánguche y empezó a comérselo con placer.
Y el ogro tenía hambre.
-¿Está rico?
-Muy
-¿De qué es?
-De capítulo 1 de Examen Final, aceitunas y salsa de ajo.
-Está bueno, ja.
-Quiere que le convide.
-Mmmmmmm no sé, soy muy desconfiado.
-Allá ud, ud se lo pierde.
Y el ogro tenía hambre. Y el hada que sabía que el ogro tenía hambre y era tan boludillo que no le iba a pedir, sacó de su bolsa roja otro sánguche y se lo dio.
-Tome, este es de capítulo 10 de Examen Final, aceitunas y salsa de ajo.
Se lo agradeció en silencio. El ogro tenía tanta hambre de ternura, de caricias en el corazón que su gran rebelión era aceptarlas.
“Pepe Pérez”
-Tengo la leche en el fuego.
Así le he dicho a la Herminia que le diga a la vecina cuando se acerca a conversar boludeces. Que subió el azúcar o la carne, o ¿cuánto le llegó la boleta de la luz?
A mí me gusta contar chiste y reírme. No me gusta hablar de eso. Tampoco de enfermedades. Que cuando viene mi suegra con alguna de las hijas dale que va, toda la tarde hablando de enfermedades. Y yo me voy al parral, me hago el distraído y salgo por la puerta del fondo, agarro la pala y desaparezco. Recorro la finca, voy para los corrales a ver los chanchos y las gallinas.
Pero es la madre y la Herminia no le puede decir tengo la leche en el fuego. Y cuando viene se ponen a tomar mate toda la tarde y a comer semita. Que ya me he dado cuenta que viene los viernes, la muy arpía, porque sabe que la Herminia amasa para el fin de semana.
Es que comen mucho los muchachos. 4 hijos tengo. Comen lindo. Se hacen unos sánguches de pan casero y jamón o salamines. A mí no me gusta comer tanto. Que después ando pesado y no puedo ni moverme. Soy de comer lo necesario. Comer para vivir no vivir para comer, dijeron el otro día en la radio. ¡Cuánta razón tienen!
No que la Herminia y los chicos comen mucho. Yo le digo que no coma tanto. Por la salud más que nada. Que ya no somos unos pibes y se vienen las ñañas y eso. Pero no me hace caso. Me gruñe, igualito que una chancha.
¡Era linda la Herminia! Cuando recién la conocí pesaba unos 30 kg menos que ahora. Ella dice que engordó por los embarazos. Puede ser, no lo niego. Pero el pibe más chico tiene 14 años. Tiempo tuvo de recuperarse.
Se llevan poco mis hijos. El más grande cumple pronto los 18, el otro 17, 16 el tercero y 14 el más chico. Con el último yo hablé con el médico y le dije que no queríamos más. Mi madre tuvo 10 y se quedó en la última parida. La Herminia era una coneja, la miraba fuerte y ahí nomás quedaba embarazada. Y a mí, qué se yo, no me gusta usar eso. No soy muy delicado, tengo mano pesada. Al de 16, los muchachos del bar le dijeron mucho tiempo forro pinchado y yo creo que algo de eso hubo porque en ese tiempo yo usaba.
-Gol en contra, le decía yo. Porque lo hicieron sin querer.
El médico me habl de unas trompas. Mucho no le entendí, las únicas trompas que conozco son la de los elefantes. Entonces le dije, sí, metalé, doctor. Y la Herminia se enculó, no me dirigió la palabra por un mes.
-Los que nos mande dios, Pepe, me decía.
Y yo no quería tanto hijo. No fuera a ser que le pasara lo mismo que a mi madre, que en paz descanse.
Me acuerdo cuando la conocí a la Herminia. Ella trabajaba de empleada doméstica en el chalet de los Aubone, enfrente de la plaza. Yo siempre fui peón de campo. Todas las mañanas pasaba temprano para la finca en la bicicleta y ella estaba regando la vereda.
-Chau, morocha, le decía cuando pasaba.
Y ella, ni la hora. Hasta que un día me dijo:
-Chau.
Mucho después me confesó que se había fijado en mí porque le gustaba mi pelo. Siempre fui rubio. Ahora estoy medio canoso, pero siempre tuve el pelo claro, igual que los ojos.
Que a mi viejo no le gustó nada cuando se la presenté.
-Te hubieses buscado una gringa.
Pero yo la quería a la Herminia. Era linda. Unos ojazos tenía. Y unos labios que me hacían volar.
Nos casamos pronto porque yo tenía miedo de meter la pata. Me conozco y no soy de los que se hacen rogar. Como si hubiese adivinado. A los 10 meses nació el mayor. Y al año siguiente el segundo y así. Es que yo era una máquina en esa época. Me miraba nomás y yo ponía primera y dale que va. No que ahora, todo es distinto. Me cuesta un poco. Se le han caído dos dientes de adelante y eso que le dije:
-Andá al dentista, Herminia.
Que no porque es lejos, y así se fue dejando. Gorda y sin dientes. Y, qué se yo, a uno le gusta otra cosa. Yo la quiero. No le faltaría nunca el respeto a la Herminia que estamos casados como dios manda y es la madre de mis hijos. Pero no es como antes que yo le tenía ganas. Me venía del parral y la agarraba por atrás cuando estaba en la cocina. Y ella se dejaba y se reía. Ahora me ladra como un perro.
Y uno tiene sentimientos. La que se me acercó el otro día fue la hija de don Bruno, el almacenero. ¡Hay que ver cómo anda la juventud! Es linda la piba. Y esas remeras que se pone que le marcan todo. Ni un rollo. Todo planito. ¡Bah! Curvas donde tiene que haber.
-Usted siempre tan gracioso, don Pepe.
Y todo porque le conté el cuento ese que va un forastero a una iglesia en el campo y le pregunta al curita joven:
-Dígame, padre, y ud cómo sobrevive en medio de tanta soledad.
-Yo con mi vinito y mi rosario, para mí suficiente. A propósito, ¿quiere probar el vino?
-Bueno, déle.
-Che, Rosario, traénos un poco de vino.
¡Vieras cómo se reía la hija de don Bruno!
Que siempre fui buen peón, nadie lo pone en duda. Ahora trabajo poco. Mando nomás porque soy capataz. No quiero que mis muchachos trabajen en esto. Parece que voy a tener suerte porque les gusta el estudio. El más grande se fue a Córdoba. Y a mí me dio una alegría cuando me dijo:
-Viejo, quiero ser médico.
Los otros son prolijos también. Buenos chicos, no me dan problema. La verdad es que no me puedo quejar. La que me da problemas es la Herminia. Se ha vuelto medio hincha pelotas. Capaz que sea la menor pausa esa que pone a las mujeres medio locas, dicen.
Sonsa no es. Ya se ha dado cuenta que la hija de don Bruno viene seguido a comprar sandía y me pide que se la elija y la hago reír con alguna salida.
El otro día, cuando entré a la cocina a tomarme unos mates, me empezó a pelear y a decirme cosas. Chillaba como una cata. Yo, callado. Salí con el mate y me fui a la finca.
-Don Pérez, parece que la chancha blanca no pasa de esta noche, me dijo el Chato Ruiz.
-Pero, estás más atento que político en campaña, Chato.
Y me quedé toda la noche ayudando al animal a que pariera. Yo le hablaba despacio y era como si entendiera. Se quedaba tranquila hasta que venía el otro. Y así tuvo 12 chanchitos hermosos. Daba gusto verlos mamar y ubicarse cada uno en su teta.
Pero cuando entré a la casa para contarle a la Herminia, me ladró de nuevo. Que hago eso para no acostarme con ella, me dijo. Y no me dirigió la palabra en todo el día, como hace ella cuando se enoja. Me ignora. No sé qué le pasa conmigo. Anda diciendo que estoy enfermo.
El asunto es que soy sano. No tomo. Tampoco fumo. Me gusta juntarme con los muchachos en el bar a jugar al truco los domingos por la tarde para escuchar los partido de fútbol. Es el único gusto que me ha quedado. La Herminia se va a la casa de la madre o a misa y vuelve a la noche.
Y en el bar es otra cosa. Los muchachos me piden que yo les cuente cuentos y se ríen de las huevadas que uno dice y yo digo, bah, qué les pasa a éstos si lo que les cuento es verdad. Se reían porque les decía que había pensado dormir con casco por temor a que la Herminia me rompiera la cabeza de un tetazo.
Y yo me río. Tomo un poquito, no lo voy a negar, pero sólo para ponerme alegre. No soy de llegar en pedo a la casa y hacer papelones.
-Vos estás enfermo. Algo te pasa.
Y ya me mandó a hacer análisis y estudios. ¡Ay, esta Herminia! Fui al médico, calladito, porque yo soy así, no me gusta andar peleando. Todo me salió perfecto. No tengo ni colesterol, ni ácido úrico. 12/ 8 la presión. Para los 50 que cumplo el mes que viene, estoy joya.
-Vos estás enfermo. Andá al psicólogo.
Y ahí ya me enojé. Me salió la gringada esa que tengo guardada. Levanté la voz, golpié la mesa y salí pegando un portazo. Estaba linda la noche, me puse a contar estrellas. Me acordé cómo las contaba con la Herminia cuando estábamos de novio y esas burbujas que sentía en todo el cuerpo. Como si tuviera un hormiguero adentro bullendo por mi sangre.
Pensé que es lindo salir, tomarse el colectivo y partir para la ciudad. Que iba a ir al psicólogo, joder, si después de todo era como un paseo.
-Tomá, esa es la dirección del psicólogo y me tiró el papelito en la cara.
Esa misma tarde me decidí. De la finca al centro había como una hora de viaje. Me estaba gustando esto de pasear. Bañarse, ponerse ropa limpia y nueva, agua de colonia y salir.
El consultorio del psicólogo quedaba en el segundo piso. Andaba perdido como perro en cancha `e bochas. Yo para los ascensores soy medio jodido, así que subí por la escalera.
-Buenas tardes, le dije a la secretaria.
-Buenas tardes, me contestó.
-Vengo a verlo al Pisicólogo.
–Sí, al psicólogo. Es que la p no se pronuncia.
-Ah, mire ud, no sabía.
-Sí, la p no se pronuncia. Déme su nombre y la causa de su consulta, señor.
-Bueno, yo soy Ee Érez, al que no se le ara el ito.